Lucie era rubia y leía cuentos en francés.
Conocí a Lucie en una discoteca. Lucie me gustó desde un principio porque no quería hablar. Hay muchos motivos para no querer hablar. La inseguridad, por ejemplo. La timidez, la pereza. Algunas personas únicamente esconden algo. Prefiero, sin embargo, a aquellos que eligen no hablar por otra razón muy simple: desconfían del lenguaje. O simplemente no creen en él. Desde muy pequeño el lenguaje fue para mí un inconveniente. No se trataba de algo inmediato. No se trataba de algo sencillo. Yo siempre fui consciente de la complejidad del proceso. Calibrar el tono y el volumen, las pausas, el tema. Proteger la autoestima propia y la de aquellos que me rodean. ¿Utilizo un perfil bajo? ¿Uno agresivo? ¿Uso el humor? Y el flirteo es todavía mucho más complicado. Solo hacíamos el amor, por eso, Lucie y yo, y no hablábamos. Si alguno de los dos, por casualidad, lo hacía, si alguno de los dos hablaba, el otro no contestaba o respondía débilmente, distraído, casi quejándose. Efectivamente no hablábamos, pero hacíamos mucho el amor. Tampoco diría hacer el amor, ni se podría decir que folláramos. Entre follar y hacer el amor debería haber algún otro término. Otra expresión, otra palabra. Yo creo que Juan Gelman lo llamaría “cuerpear”. Y a Lucie y a mí nos gustaba. Cuerpeábamos bien. Para mi sorpresa el sexo con Lucie, a la par que un tanto primario, resultó desde el comienzo tremendamente íntimo e intenso. El sexo entre personas que se desconocen, que se niegan la palabra, podría pensarse que ha de ser, por necesidad, frío. Una cuestión meramente fisiológica. En nuestro caso, más bien, era todo lo contrario. La ausencia de palabras exigía una mayor capacidad sensible, y sobre todo, sobre todo, ponía alerta la intuición.
La última noche que quedé con Lucie abrió la boca únicamente para saludarme -me sonrío, Lucie no dejaba nunca de sonreír; algo raro en una francesa- y también para decirme que esa mañana se había quemado, había estado tomando el sol. Por difícil que parezca, las mujeres pueden quemarse zonas del cuerpo altamente inverosímiles. Las besé. Se nos dio bastante bien, lo recuerdo, aquella noche. Cuando me desperté al día siguiente comencé a vestirme y le dije en inglés: “Tengo que ir a trabajar”. Lucie no sabía en qué trabajaba. Nunca me lo preguntó. Yo tampoco le pregunté por su trabajo o sus estudios. Entiendo que el riesgo es alto. Si son esteticistas, abogadas, prefiero que nunca me lo digan. Si estudian economía también prefiero que se lo callen. Del silencio me gusta que implica siempre todo lo posible. La genialidad o incluso la magia son, por tanto, algo probable; aunque sea remotamente. La comunicación, en cambio, lleva a palabras como “enfermera”, “vendedora”, “modelo de pies”, “jurista”. No hay magia que quepa allí. Me acompañó hasta su salón, era abierto y tenía la cocina anexionada, y entonces vi un dibujo colgando del frigorífico, de trazos infantiles, pintado con rojo, parecía una ballena. Había más alrededor, pero aquél era el más grande. Nunca le hacía preguntas a Lucie. Pero esa vez me apeteció completamente preguntarle.
-“Me gusta ese dibujo” –le dije mirándola y atándome a la vez las zapatillas- “¿Quién te lo dio?”
- “Aquí al lado hay un colegio” -sonreía- “Paso una vez a la semana paso y leo un cuento en francés.”
Y no me dijo nada más. Ni yo. Nos acercamos a la puerta. Me besó, luego me fui.
A Lucie no la volví a ver ya más después de ese día. A la semana me mandó un mensaje diciéndome que se había vuelto a Francia. A casa, me dijo. Y que había sido genial, el tiempo que compartimos, que gracias, y una cara que sonreía. Yo le contesté con algo muy parecido. No llegué a enamorarme de Lucie, me parece, aunque pude haberlo hecho. Pero eso es algo que no importa. No echo de menos ya a Lucie. No me iría a Francia a buscarla. Sin embargo, nunca llegué a sentarme a su lado a que me leyera un cuento en francés. Y desde entonces, por extraño que parezca, no hay nada en este mundo que me apetezca más hacer.
DUNKAN
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